CÓMO ENFRENTAR LA MUERTE


Adolfo Miranda Sáenz

En este mundo todo ser vivo muere, solo quien no vive no morirá pues la muerte es parte inseparable de la vida; la llevamos con nosotros siempre y es absolutamente inevitable. Todo ser que nace muere. Las plantas, los animales, el ser humano... todo ser vivo tarde o temprano morirá. Desde que nacimos empezamos un camino que finalizará con nuestra inevitable muerte, solo que nadie sabe cuándo será. Lo que sabemos con certeza es que todos moriremos. ¿Cómo enfrentamos esa realidad? ¿Qué sentimos ante la muerte de un ser querido, de alguna persona de las que amamos? ¡Dolor! ¡Tristeza! ¡El sufrimiento más terrible! ¿Qué sentimos cuando pensamos en nuestra propia muerte, sea con la incertidumbre de cuándo será o con la certeza de su proximidad? ¡Temor! ¡Miedo! Es natural… Nadie desea su propia muerte ni la de las personas que amamos; es lo más triste y doloroso que nos puede pasar. Cuando San Mateo relata la muerte de un gran amigo de Jesús, Lázaro, nos dice que al llegar a la casa de aquella familia tan querida sus hermanas, Marta y María, estaban profundamente tristes, llorando inconsolables. La Biblia en su versículo más corto, que tiene tan solo dos palabras, expresa cómo se conmovió aquel que era Dios pero también  hombre: “Jesús lloró”.

¡Lloremos nosotros también ante el dolor de la muerte, que eso es bueno! Lloremos por nuestro dolor y lloremos también ante el dolor de los demás. Desahoguemos nuestra pena y apoyemos a los otros consolando a aquel que sufre ante la dura realidad de la muerte. Pero después de los momentos terribles, de ese impacto brutal, después de los naturales y necesarios días de duelo, después de
Si la semilla no muere
el árbol no nacerá
ni dará fruto
sepultar al ser querido, ¡sigamos viviendo! No nos “sepultemos” junto al que se fue. Alrededor de nosotros hay otras personas que siguen a nuestro lado, que nos aman y necesitan de nuestro amor y de nuestra atención. Y si acaso se nos anunciara la proximidad de nuestra propia partida, después de las lágrimas del primer momento, ¡sigamos viviendo! Aprovechemos el tiempo que nos queda dando amor abundante a aquellos que no nos verán más cuando partamos de este mundo y les hará falta todo el cariño que les podamos dar. No anticipemos nuestro “entierro” anticipándoles a quienes nos quieren un prematuro duelo innecesario, convirtiendo cada día en un funeral. Vivamos los días que nos queden disfrutando de lo bueno de esta vida mientras caminamos en paz y serenidad hacia el inevitable viaje. Eso servirá de gran consuelo para quienes nos verán marchar y ayudará a mitigar su dolor.

Claro que debemos llorar ante la muerte, expresar nuestro dolor, vivir nuestros días de duelo… ¡pero no desesperados! La muerte no es el final, hay otra vida. Incluso para los ateos y agnósticos la muerte no queda sin consuelo pues todos debemos saber que quien se va de este mundo de alguna manera sigue en él. Quienes han sido padres y madres seguirán viviendo en sus hijos, en sus nietos, en los genes de su descendencia como una continuidad de sí mismo. Otros vivirán en sus obras, en el fruto de su trabajo, en aquellas cosas materiales y espirituales que crearon, que construyeron, que aportaron; en el bien que hicieron. ¡Todo eso perdura! Otros vivirán en el corazón de quienes los aman; seguiremos viviendo en el recuerdo de aquellos para quienes siempre estaremos presente. 

Los cristianos, además, sabemos que nuestros seres amados que murieron gozan hoy de una vida mejor. Nos hacen falta, nos duele su partida… ¡pero están mejor. Jesucristo murió y resucitó para que nosotros vivamos eternamente. En la otra vida todos estaremos mejor, disfrutando de lo que quisimos
Él murió y resucitó
para que nosotros
tengamos vida eterna
y merecemos y que no obtuvimos, que perdimos, que se nos arrebató o se nos negó por circunstancias propias del paso por este mundo. Allá se disfruta de la plena justicia: los pobres tienen abundancia; los oprimidos, libertad; los que sufrieron y lloraron, 
alegría y felicidad inmensa. ¡No puede ser de otra manera! Si no fuera así, la vida no tendría sentido. La vida después de esta vida es lo que le da sentido a nuestra existencia. Dice el Apocalipsis que “Dios enjugará toda lágrima y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor." San Pablo dice que en la vida eterna “Dios dará gloria, honor y paz a todos los que hacen el bien”. También afirma: "Quisiera morir para estar con Cristo, pues eso sería mucho mejor”. Jesucristo nos da la vida eterna porque Él es: “El camino, la verdad y la vida”. Sabemos que al final de los tiempos nuestros espíritus se unirán con nuestros cuerpos (una forma de decir que nuestro espíritu tomará de lo material para tener un cuerpo nuevo, glorioso, incorruptible, resucitado). Resucitaremos gloriosos para vivir eternamente, porque Cristo Jesús --Dios hecho carne como nosotros-- murió en la cruz y después resucito venciendo al pecado y a la muerte para siempre. Por eso cuando morimos hoy es solo para esperar junto a Él esa gloriosa resurrección. Dios nos consuela y da paz ante la muerte dándonos la fe en que ¡NACEMOS PARA MORIR Y MORIMOS PARA VIVIR ETERNAMENTE!