Adolfo Miranda Sáenz
El libro El fin de la idiotez y la muerte del hombre
nuevo de Armando P. Ribas, contiene una idea central que yo resumiría así: “La
solidaridad atenta contra los derechos humanos cuando el Estado por medio de
los impuestos me quita parte de lo que es mío para ayudar a otros, que aunque necesiten
educación, salud, etc., no es mi
problema ni mi obligación dárselas. Si yo quiero –y solo si yo quiero- podría quizá
dar alguna ayuda. Mis impuestos deben servir únicamente para cubrir los gastos
administrativos, de policía y defensa del país. Cada cual debe resolver sus
propias necesidades como pueda.”
Tal pensamiento proviene
del liberalismo individualista del siglo XVIII llamado liberalismo clásico, que
fue superado por un liberalismo con sentido social o social-liberalismo, aunque
todavía la vieja doctrina es sustentada por muchos. Aparte de los argumentos
económicos y políticos que naturalmente existen tanto a favor como en contra del
liberalismo clásico o individualista (lo cual no es objeto de este brevísimo
comentario), debo decir que condenar la solidaridad social –como lo hace dicho
autor- va en contra de la doctrina cristiana.
La Doctrina Social de la Iglesia que
resume y sistematiza las enseñanzas de las encíclicas sociales desde León XIII
hasta Benedicto XVI, basadas en la Santa Biblia y especialmente en el Evangelio
de Jesucristo, define –entre otros- tres grandes principios y valores que
contradicen la postura contra la solidaridad: 1) El destino universal de los bienes. 2)La función social de la propiedad. 3) El principio de solidaridad, precisamente.
La doctrina
católica es opuesta al comunismo, pero también al llamado por Juan Pablo II
“capitalismo salvaje”. La Iglesia defiende posiciones equilibradas alejándose
de los extremos, de tal manera que tanto el capitalismo moderado (derecha
moderada) como el socialismo moderado (izquierda moderada) son aceptables para
la fe católica cuando se incorporan los
principios de la Doctrina Social de la Iglesia que no son otros que los
principios y valores cristianos. (Coincidentemente, en la moderna Europa
democrática y desarrollada prevalece un sistema que une el capitalismo
moderado con el socialismo moderado en las políticas social-demócratas y social-liberales).
La doctrina de la
Iglesia enseña que la solidaridad social, realizada -entre otras formas- por la
vía de los impuestos y las políticas sociales, es una forma eficaz de hacer
realidad el destino común y universal de los bienes creados por Dios para beneficio
de todos, no solo considerando la justicia sino también la caridad (entendida
como el amor al prójimo traducido en un compromiso social que no se limita a “dar
limosnas”). Así se realiza la sociabilidad a que está llamada por Dios la
persona humana, haciendo posible real y efectivamente la igualdad en dignidad y
derechos, tomando en cuenta que las grandes brechas entre ricos y pobres
obedecen –principalmente- a diferentes estructuras de pecado que deben ser transformadas
en estructuras de solidaridad.
El
libre mercado –enseña la Iglesia- es bueno y necesario, pero no es capaz por sí
solo de garantizar una distribución equitativa
(que no significa igualitaria) de los bienes y servicios esenciales o básicos para el desarrollo humano de todos; por eso es
necesaria la complementariedad entre el Estado y el mercado, de manera tal que ni el Estado atente contra el libre
mercado ni éste se absolutice eliminando la intervención estatal para
implementar la solidaridad. Absolutizar
el mercado eliminando la intervención del Estado que garantice la solidaridad
social, resulta en el “capitalismo salvaje” contrario a la doctrina cristiana. Lo
anterior supone, obviamente, gobiernos honestos que administren bien los
impuestos y tengan una eficiente política social.