Adolfo Miranda Sáenz
En días pasados mi esposa y yo estuvimos ambos padeciendo lo que a mí me pareció “la madre de todas las gripes”. No sé si por ser yo —elegantemente dicho— de la tercera edad, o sea, viejo. No sé si porque se trató de un virus súper mutante, o si se mezcló una afección viral con una infección bacteriana, o si tan solo sea muy cobarde ante las enfermedades. La cosa es que me sentía agónico. Aunque mi esposa, igual de enferma, no se quejó tanto como yo. Una vez más comprobé que las mujeres ante el dolor son más valientes y fuertes que los hombres.
En días pasados mi esposa y yo estuvimos ambos padeciendo lo que a mí me pareció “la madre de todas las gripes”. No sé si por ser yo —elegantemente dicho— de la tercera edad, o sea, viejo. No sé si porque se trató de un virus súper mutante, o si se mezcló una afección viral con una infección bacteriana, o si tan solo sea muy cobarde ante las enfermedades. La cosa es que me sentía agónico. Aunque mi esposa, igual de enferma, no se quejó tanto como yo. Una vez más comprobé que las mujeres ante el dolor son más valientes y fuertes que los hombres.
La combinación de dolor
de cabeza con dolor en todo el cuerpo, fiebre, frío, calor, otra vez frío,
náuseas, y tos, tos, tos interminable, dolorosa e insomne, me pareció
sencillamente terrible. Claro que mil gripes he tenido en mi —no tan corta— vida,
pero ésta ha sido épica. Pasó, pero después de semanas (no días, como suelen pasar
las gripes), aunque la tos se siente muy a gusto conmigo, a pesar de mi disgusto
y fastidio, y no ha querido terminar de irse.
Cambian muchas cosas cuando después
de los 70 se pasa por estas situaciones —en mi caso una nimiedad comparado con
lo que pasan tantos otros—. Uno tiende a ver la realidad, a poner los pies en
la tierra cuando hemos vivido, quizá, demasiado tiempo por las nubes.
Uno piensa en cosas en las que no solemos pensar con frecuencia, o nunca. Tomamos mayor conciencia de la debilidad, de la fragilidad humana. Vemos cómo aquellos que se creen fuertes, exitosos, brillantes cual constelación de estrellas, inteligentes, campeones, superdotados, sobresalientes, todopoderosos… no son más que —como todos los demás mortales— muñequitos de porcelana, o de barro pintado, que dependen de un pequeño desequilibrio, de un golpecito al azar o de un descuido para caer al piso y romperse en pedacitos.
Uno piensa en cosas en las que no solemos pensar con frecuencia, o nunca. Tomamos mayor conciencia de la debilidad, de la fragilidad humana. Vemos cómo aquellos que se creen fuertes, exitosos, brillantes cual constelación de estrellas, inteligentes, campeones, superdotados, sobresalientes, todopoderosos… no son más que —como todos los demás mortales— muñequitos de porcelana, o de barro pintado, que dependen de un pequeño desequilibrio, de un golpecito al azar o de un descuido para caer al piso y romperse en pedacitos.
Aprendemos a apreciar la juventud
que sentimos que pasó más rápido que un tren bala, sin darnos cuenta que un día
irremediablemente pasaría. Y recordamos cómo creímos que la juventud nos iba a
durar para siempre y vivíamos como si aquella agua fresca tan preciosa podíamos
desperdiciarla, gastarla, beberla demasiado rápido y hasta tirarla. Pero
después de sorber las últimas gotas es imposible recuperarla, por mucho que nos
arrepintamos de las veces que la despilfarramos.
Aprendemos a apreciar la salud
y quisiéramos decirle a tantos que la tienen y no la aprecian que dejen de
hacer lo que hacen para destruirla o para que les dure menos. Porque la vida —tarde
o temprano— pasa la cuenta de cada cigarrillo fumado, de cada trago tomado de
más, de cada droga consumida, de cada bocado no sano que hemos ingerido, de
cada abuso cometido contra nosotros mismos.
Un día me sugirieron pintarme el
pelo para ocultar las canas, pero me negué porque éstas simbolizan la vida que
me ha tocado vivir y las experiencias que me ha tocado aprender. Son las
huellas de lo bueno y de lo malo que he sido. Son como condecoraciones que la
vida me da por las veces que acerté, y al mismo tiempo son un recordatorio de
lo que nunca debí hacer. Son el título de graduados en la vida, que a los
hombres y mujeres mayores nos permite enseñarles a los jóvenes dónde nos
tropezamos para evitarles a ellos tropezar.
Y estando enfermo recordé cuántos
años de vida suman los días que perdimos por hacer lo contrario a lo que
debíamos. Cuántas oportunidades de estudio, trabajo creativo y actividades
positivas dejamos pasar. Cuánta felicidad dejamos perdida por el camino cuando vivimos
enojados, cuando nos amargamos por lo que nos pasa o por lo que otro hizo,
dijo, dejó de hacer o hizo de más. Cuánto tiempo destruyéndonos con orgullos
vanos, ambición desmedida, envidias, celos y rencores. Cuántas veces por ir
tras la ilusión del tesoro al final del arcoíris dejamos de disfrutar
contemplando la multicolor belleza del mismo.
Tiempo perdido dejando pasar
aquellas cosas simples de la vida que dan una felicidad que no se puede comprar
con nada. El tiempo no retrocede y lo que dejamos pasar en cada instante no se
recupera. A veces, por estar demasiado ocupados en ser exitosos y felices, fracasamos
en lo más importante —en lo que nos da
la verdadera felicidad— como es dar y recibir amor, o sea, vivir con Dios, que
es amor.