Dios nos creó para que viviéramos felices eternamente, como seres inteligentes y libres. Con libertad y capacidad de razonar y elegir libremente hacer el bien o el mal. Y hacer el mal tiene malas consecuencias. No son "castigos", sino frutos de las malas acciones de la humanidad.
Adolfo Miranda Sáenz
He recibido varias reacciones al comentario del lunes pasado sobre el dolor, el sufrimiento y la muerte que en esta vida nos toca experimentar, aunque nuestro destino final no es esta vida, sino la que iniciamos después de morir naciendo a la vida eterna, donde, como leemos en el Capítulo 21 del Apocalipsis, Dios enjugará toda lágrima y ya no habrá más muerte ni llanto ni clamor ni dolor.
Según los exégetas o especialistas en la interpretación de la Biblia, Dios inspiró un relato simbólico que leemos en el Capítulo 3 del Génesis, escrito entre 950 y 500 años antes de Cristo, para que este profundo misterio fuera enseñado tanto a las personas de la antigüedad como a nosotros ahora. Es la parábola del paraíso, del fruto prohibido, de la tentación, del primer pecado y del destierro del paraíso. ¿Cómo interpretan los exégetas esa parábola?
Dios nos creó para que viviéramos felices eternamente. Nos creó racionales y libres, diferentes a los animales que actúan solo por instinto. Tenemos la capacidad de razonar y elegir libremente hacer el bien o el mal. Surge la pregunta, ¿por qué nos dio esa libertad? Porque precisamente quiso que fuéramos humanos y no animales irracionales, aunque usáramos mal nuestra libertad.
El único “fruto prohibido” es hacer el mal. Y desde el principio los seres humanos libremente hacemos el mal, pecamos. Dios no nos causa daño. Nosotros sufrimos las consecuencias de nuestros actos —y de los actos de la humanidad de la que formamos parte— contra la ley de Dios. Dice la Biblia en el Capítulo 8 de la Carta de San Pablo a los Romanos, que por el pecado toda la creación está trastornada.
En el Capítulo 3 del Evangelio de San Juan se nos dice que tanto nos ama Dios que Jesucristo, siendo Dios verdadero se hizo hombre verdadero para nacer y vivir igual que toda persona humana, y finalmente morir y resucitar para pagar con su sangre por nuestros pecados y rescatarnos venciendo a la muerte. Jesús experimentó mucho dolor, enormes sufrimientos y una muerte terrible para que no perezcamos sino que tengamos la vida eterna.
Los cristianos sabemos que la muerte no es el fin, que al morir nuestro espíritu va al Cielo y que cuando Cristo venga en toda su Gloria nuestros cuerpos resucitarán unidos a nuestro espíritu para la vida del mundo futuro, que será glorioso, transformado por el infinito poder de Dios.
Estoy consciente de que la existencia del sufrimiento en esta vida es un misterio que no podemos explicarlo totalmente por ahora. Solo cuando estemos "cara a cara" ante Dios lo entenderemos todo. Pero conocer lo que Dios nos dice en su Palabra nos ayuda a acercarnos mejor a ese misterio y a crecer en nuestra fe.
No debemos olvidar la existencia de Satanás y sus demonios con sus acciones perversas antes de su final definitivo, cuando, como dice el Capítulo 21 de Apocalipsis, serán arrojados al “lago de fuego”. Mientras tanto, la maldad demoníaca existe en este mundo trastornado por el pecado.
Mientras peregrinamos en esta vida, Dios no nos deja solos. Nos acompaña y nos sostiene con su inmenso amor. Experimentamos felicidad y alegría de muchas maneras, como anticipos del infinito gozo de la vida eterna. El Espíritu Santo nos da fortaleza para soportar el dolor y el sufrimiento, nos da paz en medio de las tormentas, y nos llena de gozo, paciencia y esperanza.