20181112

Una religión de amor, no de preceptos

Adolfo Miranda Sáenz


Cuando era niño y adolescente me enseñaron que ser un buen cristiano católico era cumplir con los mandamientos de Dios y de la Iglesia, que parecían pocos, diez y cinco, pero que en la práctica se convertían en muchos, sobre todo del tipo de “no debes hacer esto, ni esto, ni esto…”. Ser cristiano parecía resumirse en “no hacer” y en “cumplir”. Eso me llevaría al cielo después de morir. Lo contrario me llevaría al infierno, un lugar de, literalmente, fuego ardiente donde me pasaría quemando horriblemente por toda la eternidad. Me decían que si una hormiguita diera vueltas alrededor de una gran bola de acero por miles y miles de años hasta abrir un surco y partirla en dos, yo todavía seguiría quemándome terriblemente en el infierno y seguiría así por siempre, ¡eternamente! Y que aunque lograra ir al cielo, todavía tendría que pasar un tiempo en un purgatorio ardiente quemándome para purificarme de mis pecados. Recuerdo un cuadro en una iglesia donde una pobre gente aparecía quemándose en llamas sufriendo terriblemente mientras unos ángeles tomaban de la mano a algunos para sacarlos. Así se representaba el purgatorio, de forma horripilante.

Me enseñaron una religión de preceptos, prohibiciones, amenazas y terribles castigos, donde Dios era un juez implacable y severo que podía mandarme a quemar eternamente o a quemarme por algunos años. Mi mente infantil horrorizada aprendió a practicar una religión del miedo. Sin embargo, cuando
El Purgatorio (según La Divina Comedia, no el Evangelio)
ya cursaba los años del bachillerato, la renovación de la Iglesia que había iniciado con el Concilio Vaticano II empezaba a dar sus frutos y mis profesores de religión, padres jesuitas y escolapios, me enseñaron que Dios es amor, que es misericordioso, y que cuando los judíos maestros de la ley preguntaron a Jesús cuál mandamiento era el más importante, les dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos resumen toda la Ley y los profetas” (Mateo 22:36-40). Empecé a comprender lo que era el amor de Dios. Amor de un padre infinitamente bueno y misericordioso; también un amor aún mayor que el de todas las madres dulces y buenas. Amor de quien decidió despojarse de su condición divina y hacerse hombre para morir en la Cruz por mí y así pagar, Él mismo, por mis pecados. Este Dios no era el que me enseñaron de niño y adolescente. Este Dios no es para tenerle miedo, sino para amarlo como Él me ama.

Jesucristo reprendió a los judíos por su legalismo, por practicar una religión de preceptos y no de amor. Porque los judíos tenían 613 leyes que cumplían estrictamente con temor, pero se olvidaban del amor que es lo importante. No eran necesarios 613 mandamientos. ¡Bastaban dos! Amar a Dios y amar al prójimo, dijo Jesús. Todo lo demás que hagamos dependerá de cuánto amemos. Pero hoy los católicos todavía no nos hemos librado totalmente de la religión del miedo, algunos seguimos creyendo en un Dios muy distante de lo que en realidad es, en un infierno y purgatorio tal como fueron descritos en La Divina Comedia del poeta italiano Dante Alighieri en una época de terribles mitos oscurantistas, en la Edad Media, y no en la religión del amor que nos enseña Jesús. Si los judíos tenían 613 preceptos los católicos los superamos con más de 1000 en el Código de Derecho Canónico. El Papa Francisco ha dicho cosas muy importantes al respecto, como que “el Derecho
Canónico debe servir para ayudar y no para complicar las cosas”; y que “lo necesario para salvarse es amar al prójimo”. La Iglesia necesita normas, por supuesto, pero no por encima del amor. El amor es la ley suprema porque “Dios es amor” (1 Juan 4:8). San Agustín dijo: “Ama y haz lo que quieras”. ¡Claro! Si actuáramos siempre por amor no haríamos mal a nadie y haríamos el bien a todos. Hoy cada domingo pienso en lo alegre, bueno y hermoso que es ir a misa por amor a mi Señor, a quien le debo todo, y no por obligación, mucho menos por algún interés o temor. Quien ama a Jesús anhela estar en su compañía, hablarle, escucharle, compartir, celebrar juntos, dedicarle tiempo. ¡Y agradecerle!

Hubo un caso en un pueblo muy católico de Polonia donde una buena señora protestante durante la guerra socorrió a muchas personas y se ganó el cariño de todos los habitantes. Cuando falleció la quisieron sepultar en el cementerio de la Iglesia, pero el párroco lo prohibió porque no era católica y el Derecho Canónico lo prohibía. La gente entonces la sepultó fuera, pero junto al cerco que delimitaba el cementerio católico. Más tarde, durante la noche, fueron al lugar y movieron el cerco dejando la sepultura de la señora dentro del cementerio. El amor está sobre cualquier legalismo. ¡Cuántos cercos todavía debemos mover hoy!

Publicado en El Nuevo Diario y Radio 800 (Managua, Nicaragua) y en Radio Managua (San José, Costa Rica)
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