Adolfo Miranda Sáenz
Los
que se llaman ateos (a=sin, teo=dios) dicen que Dios no existe. Pero aunque
algunos nieguen la existencia del Dios de los cristianos, judíos, islámicos… creen
fielmente en otros dioses. El asunto es, ¿a quién amamos sobre todas las cosas,
en quién creemos, en quién depositamos nuestra confianza, quién ocupa el centro
de nuestras vidas, a quién adoramos y damos culto?
Viajando
por la ex Unión Soviética y otros países ex comunistas de la Europa Oriental en
los años 80 —cuyas constituciones
declaraban que eran oficialmente ateos— vi que realmente eran creyentes; adoraban
a un “dios” llamado partido.
El partido era todopoderoso, proveedor y organizador de todo, dueño de la vida y el pensamiento. Decidía sobre el bien y el mal. Al partido se le rendía sumisión y lealtad. Era asombrosa aquella inmensa fe en el partido. Además, el comunismo era su religión; establecía la forma de relacionarse con el partido, o sea con dios; tenía sus “pastores”, sus símbolos, sus ritos, sus celebraciones, sus imágenes y hasta sus santuarios de peregrinación. Lo vi haciendo cola entre devotos comunistas mezclados con decenas de turistas en la Plaza Roja de Moscú para visitar el mausoleo de Lenin, al que se entraba con gran reverencia y se desfilaba ante el cuerpo embalsamado del “profeta y patriarca” del comunismo, en sagrado silencio.
El partido era todopoderoso, proveedor y organizador de todo, dueño de la vida y el pensamiento. Decidía sobre el bien y el mal. Al partido se le rendía sumisión y lealtad. Era asombrosa aquella inmensa fe en el partido. Además, el comunismo era su religión; establecía la forma de relacionarse con el partido, o sea con dios; tenía sus “pastores”, sus símbolos, sus ritos, sus celebraciones, sus imágenes y hasta sus santuarios de peregrinación. Lo vi haciendo cola entre devotos comunistas mezclados con decenas de turistas en la Plaza Roja de Moscú para visitar el mausoleo de Lenin, al que se entraba con gran reverencia y se desfilaba ante el cuerpo embalsamado del “profeta y patriarca” del comunismo, en sagrado silencio.
Pero
no solo existen los adoradores de un partido, como el comunismo o el partido
nazi de Hitler. Los norcoreanos adoran a su gobernante, el dictador Kim Jong-un,
hijo del dios Kim Jong-il y nieto del dios Kim Il-sung, el “eterno”, cuyos
milagros de curaciones relatan sus devotos biógrafos coreanos y cuya flor,
“creada” por él, la kimilsungia, “es la más bella del mundo” según la fe
“zuche” (comunismo norcoreano).
Quizá
todo esto lo veamos muy lejano a nosotros, incluso nos puede parecer exótico y
ridículo. Pero, ¿acaso no estamos rodeados de “adoradores del dinero”? El
dinero es el dios más popular y su religión es la más grande del mundo. Incluso
muchos que se auto llaman cristianos, musulmanes o judíos, en realidad adoran
al dios dinero por encima del Dios en quien dicen creer. Tienen fe en que el
dinero resolverá todos sus problemas dándoles la felicidad, y se obsesionan por
conseguirlo en abundancia. Ese dios tiene un nombre bíblico: Mammon. Sus
adoradores llegan a sacrificar por él desde su familia hasta su honestidad. Claro
que el dinero es necesario y trabajar honestamente para obtenerlo es algo digno
en una medida correcta, pero no cuando se pierde la perspectiva de lo que es
necesario y se cae en la avaricia, la vanidad, la ostentación, motivados por
“tener más que los demás” o por “no tener menos que otros”.
Algunos
hacen de su familia a su dios. ¿Es una exageración decirlo? Pues no lo es.
Estamos llamados a amar, cuidar y atender a nuestra familia, pero cuando ese
amor y esa atención se vuelven obsesivos y absorbentes de todo nuestro tiempo y
nos cerramos a todo lo demás de lo necesario que tenemos que hacer en nuestra
vida diaria normal, estamos en una situación anormal, convirtiendo a la familia
en nuestro dios. Otros adoran el poder, el sexo, el licor, las drogas, la
ciencia, el arte o incluso algún deporte. ¡Todo es bueno en su justa medida,
sin caer en idolatrías! Pero, ¿ateos? No existen. Todos tenemos algún “dios”.
Muchos llamados “cristianos” han eliminado al
verdadero Dios de sus vidas, toda práctica cristiana y toda relación con la
Iglesia, incluso alejando a sus hijos de ella, quienes necesariamente encontrarán
otra “religión” quizá nociva y trágica, para llenar ese vacío. Algunos dicen
que no creen en la Iglesia pero que creen en Dios. Sin embargo, ¿qué significa
creer en un Dios al que nunca se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a
quien no se le escucha, de quien se sabe tan poco? No nos reunimos para
compartir nuestra fe en Él, lo tenemos marginado, somos incapaces de dedicarle
tan siquiera ¡una hora a la semana! Nos acordamos de Dios solo cuando necesitamos
algo, como si fuera el “genio de la lámpara” a nuestro servicio y capricho, que
debe cumplir nuestros deseos cuando queremos, cayendo en una religión falsa de
magia y amuletos. Necesitamos a Dios y practicar una religión que nos una a Él.
Cuando se aparta a Dios y dejamos de practicar una religiosidad auténtica, se
van a posesionar de nuestras mentes otros dioses falsos que en vez de darnos la
felicidad, seguridad y paz que necesitamos, podrían arruinar nuestras vidas.
Publicado en El Nuevo Diario y Radio 800 (Managua, Nicaragua) y Radio Managua (San José, C. R.)
Autorizada la reproducción citando al autor