Todos venimos al mundo con una ley escrita en el corazón para distinguir el bien del mal, por lo cual la conciencia nos aprueba o condena.
Adolfo Miranda Sáenz
El ser humano por naturaleza es un
ser social. Los seres humanos logran protegerse, defenderse y desarrollarse mejor
uniéndose con otros. Por eso, desde el inicio de la humanidad, las personas tienden
a juntarse y compartir socialmente la vida; primero, en su núcleo básico que es
la familia (padre, madre, hijos), continuando con el clan (grupo de varias
familias con antepasados u orígenes comunes), siguiendo con la tribu (unión de
varios clanes), hasta formar pueblos y naciones. Para que la convivencia social
pueda ser posible las personas entienden que deben tener cierto comportamiento
que implica el respeto a normas éticas que se dan por sabidas y necesarias y
que son iguales en todos los tiempos y en todo el mundo. Ese conjunto de normas
éticas constituyen la “ley natural”.
Gracias a esa ley natural todos reconocemos
ciertos derechos propios de la naturaleza misma del ser humano. Derechos que no
pertenecen al hombre y a la mujer por una disposición emanada de una autoridad
constituida, sino que les pertenecen por el solo hecho de ser personas humanas.
Los seres humanos reconocen en la práctica la existencia de esas normas o
principios éticos que sin necesidad de ser dictados por ningún “órgano
legislativo” ni estar escritos o incorporados en ningún “cuerpo de leyes”,
desde siempre han existido para regir la sociedad humana. Ante esos derechos
naturales de toda persona humana, los demás reconocen el deber de respetarlos.
Así ha sido desde la primitiva sociedad del hombre y la mujer conviviendo, no
solo como pareja, sino con otras personas.
Ya sea porque Dios quiso crear directamente
así al ser humano, o bien porque, siguiendo el plan de Dios, en su proceso
evolutivo su cerebro desarrolló normas de convivencia para posibilitar una vida
en sociedad —necesaria para la conservación de la especie— la humanidad se rige, desde las sociedades más
antiguas y primitivas, por una ley natural con la que todos venimos a esta vida
y que nos permite distinguir el bien del mal, independientemente de las leyes formuladas por
la sociedad. San Pablo enseña que por naturaleza todos llevamos “la ley de Dios
escrita en nuestros corazones” y que así lo comprueba nuestra propia
conciencia, por la cual seremos juzgados (cf. Romanos 2,14-16).
Los grandes principios y valores éticos
de la razón humana tienen su fundamento en la ley natural. Pero, además, la ley
natural es también el fundamento de los derechos humanos y —junto con “la
revelación”— también es el fundamento de las normas de conducta de la doctrina
cristiana (y de otras religiones). Principios, valores, derechos humanos y
doctrina cristiana están vinculados porque tienen como fuente común la ley
natural. Tomemos como ejemplo “la justicia”: uno de los más importantes grandes
principios es “la justicia”; aunque “ser justo” es también un valor fundamental;
pero, además, “el derecho a la justicia” es un derecho humano; y “practicar la
justicia” es una doctrina cristiana (cf. Mateo 5,20).
Debemos procurar vivir con
principios y valores que nos alejen de actuar solo instintivamente y nos
conduzcan a una vida con ética, donde prevalezca la razón. Como parte de la ley
natural, los principios y valores son inherentes al ser humano, lo que
significa que por su naturaleza están de tal manera adheridos al ser humano que
no se pueden separar. Las personas humanas no podrían ser humanas sin
principios y valores, y los principios y valores existen para proteger a las
personas humanas.
Por eso, los principios y valores son universales,
inviolables e irrenunciables. Son universales porque son comunes a toda la
especie humana. No deben violarse porque violándolos se atenta contra la
naturaleza misma del ser humano. No puede renunciarse a ellos porque quien decide
vivir sin principios ni valores se deshumaniza sustituyendo la razón por los
instintos, perdiendo lo que nos distingue como seres humanos.
Publicado en el Diario La Prensa y Radio Corporación