Adolfo Miranda Sáenz
Cómo quisiéramos vivir en una sociedad sin pobreza. Donde todos tengan un empleo digno, un salario digno y una vida digna. Sin que les falte nada. Donde los empresarios, profesionales, técnicos, comerciantes, artistas, obreros, campesinos... ¡todos! vivamos dignamente.
Combatir la pobreza es una necesidad apremiante cuya importancia reconoce toda persona con sensibilidad humana. El asunto es cómo hacerlo en forma eficaz. Si se sigue el camino del marxismo-leninismo (confiscando capitales, eliminando la propiedad privada de los medios de producción, eliminando el libre mercado, absolutizando la centralización del Estado, etc.) el resultado será siempre un desastre. La historia ha probado que en tales sistemas los pobres se vuelven más pobres, los ciudadanos pierden todas las libertades y se cierran las puertas de la democracia. La llamada por los comunistas “dictadura del proletariado” termina siempre en la “tiranía de una poderosa nomenclatura corrupta”.
Combatir la pobreza es una necesidad apremiante cuya importancia reconoce toda persona con sensibilidad humana. El asunto es cómo hacerlo en forma eficaz. Si se sigue el camino del marxismo-leninismo (confiscando capitales, eliminando la propiedad privada de los medios de producción, eliminando el libre mercado, absolutizando la centralización del Estado, etc.) el resultado será siempre un desastre. La historia ha probado que en tales sistemas los pobres se vuelven más pobres, los ciudadanos pierden todas las libertades y se cierran las puertas de la democracia. La llamada por los comunistas “dictadura del proletariado” termina siempre en la “tiranía de una poderosa nomenclatura corrupta”.
Los marxistas-leninistas afirman
que la solución está en quitarle a los ricos lo que tienen para dárselo a los
pobres (léase, entregárselo al Estado para administrarlo) y repartir la
riqueza, como si ésta fuera algo limitado y no algo que puede crecer, se puede
crear, aumentar, permitiendo que los que no la tienen puedan llegar a tenerla sin
despojar a nadie. Los que no somos marxistas-leninistas (incluyendo a todos los
demócratas, sean de derecha como de izquierda: los de la derecha moderada como los conservadores
ponderados o los social cristianos, y los de la izquierda moderada y
democrática, como los social demócratas o los social liberales, como este
servidor), planteamos más bien la justa distribución de los ingresos que produce
la riqueza, y no de la riqueza en sí. Pero una justa distribución de los
ingresos no puede ser igualitaria, sino equitativa, en base a los méritos,
capacidades y justicia social.
El tipo de socialismo comunista (muy
diferente al social demócrata o al social liberal) termina con la propiedad
privada, con la libertad de empresa y con la libre competencia. Como
consecuencia, se produce un estancamiento en la economía (lo que es “de todos”
en realidad resulta ser “de ninguno”), la producción baja y la pobreza crece.
Se deja de producir nueva riqueza consumiendo la que había, y se termina solo
repartiendo pobreza. Esto ya lo comprobó la humanidad en los fracasos
soviético, cubano, venezolano, etc.
Por otra parte, existe un tipo de
capitalismo —el de los muy conservadores— donde se aplican con frialdad las
leyes del mercado, de la oferta y la demanda, sin solidaridad; donde el
enriquecimiento no es acompañado de justicia social; donde el Estado no protege
a los pobres ni suple las necesidades básicas de sus ciudadanos, que son
derechos humanos, como la cobertura universal de salud, la educación gratuita
en todos los niveles, la seguridad social, etc.; donde solo los ricos se lucran
de los ingresos que produce la riqueza y no benefician con justicia a los
pobres, incluyendo a aquellos que con su trabajo participan en la generación de
dichos ingresos. Este tipo de capitalismo, como expresó San Juan Pablo II, es
un “capitalismo salvaje”, inhumano. La Iglesia, así como condena al comunismo,
condena también al “capitalismo salvaje”.
Sin pretender sustituir las
opciones políticas, sino iluminar desde el Evangelio a los políticos,
gobernantes y ciudadanos, la Iglesia enseña una doctrina social que se preocupa
por los pobres respetando la vía del capitalismo pero con justicia social, promoviendo
el derecho a la propiedad privada de los medios de producción y la libertad de
empresa, sin condenar la acumulación de riqueza por medios honestos; pero llamando
a practicar una justa distribución de los ingresos que las riquezas producen, mediante
salarios justos y dignos, beneficios sociales e impuestos apropiados que
permitan al Estado garantizar que se suplan las necesidades básicas de todos y principalmente invertir en la educación, clave para el desarrollo de un país.
De acuerdo al Evangelio de Jesús la
Iglesia nos enseña el “principio de solidaridad” junto con el “principio del
destino universal de los bienes”, que nos recuerda que Dios destinó todos los
bienes de la creación para el uso y disfrute de todos los hombres y mujeres sin
excepción; y que somos “administradores” de lo que Dios nos confía, que bien podemos
usarlo y disfrutarlo, pero también haciendo que cumpla una función social y
cuidando no dañar el medio ambiente. Esto producirá nuevas inversiones que
generen nueva riqueza y nuevos empleos justamente remunerados y con beneficios sociales.
Así como, solidariamente, con los impuestos y otras aportaciones, contribuir a
que todos, especialmente los pobres, puedan ser satisfechos en sus derechos
humanos sociales y económicos básicos.
Pero, combatir
eficazmente la pobreza es posible solo si hay un clima de estabilidad política y social,
en verdadera democracia, en un Estado de Derecho donde la ley se respete y se
cumpla, donde los ciudadanos elijan libremente sus autoridades, donde haya alternabilidad
en los gobiernos, división de Poderes del Estado, plena libertad y respeto a
los derechos humanos. Sin exclusiones, con reglas claras y con honestidad. La
inestabilidad social y política, la represión, siembran temor y desconfianza, no favorecen nunca
la inversión ni la generación de empleos, impidiendo que los pobres salgan de
la pobreza.